Ernesto Farina |
Te pido, papito Dios, que me permitas fracasar por mi cuenta.
Hazme creado para cosas grandes, como servir a niños
ricos y lavar platos de administraciones. Lo que era futuro, las materias
ganadas, el cuadro de honor, los cariños de las viejas comparándome con sus
drogos, la impecable hoja de vida, la buena prestancia y el aseo, el apellido
resonando en las compras, la altura que prometió crecer más, la fama en boca del reiterado cuento que le hacen creer al advenedizo ya no me
desvela. Desde que tengamos que morir, y no porque muramos, sino porque allí le
decimos adiós a esta malgastada forma de hacerse una mierda con nombre, no es
mérito perderse considerando fantasías ajenas. Y, para colmo, la madre, la
dueña del respeto de jíbaros y policías, uno de los pilares del hogar sagrado,
al cual la profesora adjunta de la Brigham Young propone cuidarlo de las
amenazas, tarántulas y serpientes, que erosionan el matrimonio, ese golpe que
hay que vivir para hacerse hombre y, vivido, pegarse por sí solo, divorciado,
en Las Ánimas, la vereda con lotes, principio construido, en venta. Ella quiso
rehacer su amor, la abuela diría que no son capaces de vivir sin tripa, con un
soldado profesional que le metía el hombro a la ametralladora en montes de
vacas sin dueño, descuartizadas en los cuarticos abandonados, cuartel de
brujerías, y empacadas para el camino, que se salió porque sus amigos pisaron
quiebrapatas, sus amigos que, como él, se creían invencibles por muy ocultas
razones, y los helicópteros se demoraban en llegar a esparcir el sangrado, a
recogerlos, a elevar el cadáver verdeoliva y a preparárselo para el pueblo;
quería rehacer su amor a costa de sus retoñitos.
La madre...
Si supiera lo que le dijeron a su esposo, ante la Iglesia
lo es: su hijo se acabó de pasar de casa y le salen con que se pasó a otro
lado; y, como no le digo nada, pues nada se le dice a quien nada ha hecho, me
pone a oler el chisme y a confirmárselo o negárselo. Y a quien nada hace le
dije que era mentira, como buen hijo que soy, deseando haber sido verdad:
incluso que hubiera muerto, como leyó Gonzalo en una nota y se pasó el día
deshaciendo amistades, respondiendo a la jornada, en San Cristóbal, después de
diecisiete horas desde Medellín con la abuela de seis hijos y ocho nietos que
se regresa con un nieto que trajo en pandemia, con permiso de la nuera,
separada del papá porque para eso se unen, y que volvió a traérselo, a bajarle
los bríos, si se los bajó a los seis y el más grande tiene veintiún años se lo
va a bajar a un carajito de doce, en Caracas, en casa propia:
—La cosa está dura pero se vive.
Óyenos, Dios: solo queremos entretenerte: nuestras
cagadas son para que te rías, para que goces, esta es la fe de un domiciliario
colombiano, lo conozco desde adolescente y ahora le crece barba a costa del
cabello, que refirió, en la tienda donde fiamos arepas, la dihidrotestosterona, y
explicó el proceso de traslado; para que te rías nos pasan cacharros, nos prestamos
dinero y no pagamos y volvemos a prestar el treinta y uno de cada mes para
ajustar la quincena: así me la quiso aplicar uno de tus hijos... Te doy gracias
por acercarme a Lisi: ella me dijo que no le prestara y que antes le pidiera
los cincuenta que le presté hace dos meses, que no sea descarado y conchudo.
Las gracias van todas para ti, y el aleja de mí todo mal al tártaro, el yacusi
que nos tienes hirviendo, un plano de tu jerarquía angelical lo conecta y lo
desconecta cuando borbotea: somos más de miles de millardos de gallinas que
debes desplumar... y nos empecinamos en crecer el aprisco... en crecerlo para
cantarte las aleluyas de los hacinados, de los grandiosos comedores de pasto y
de piedrecillas, haraganes que se la pasan velando sus muertes y durmiendo
cuando debieran trabajar, que ahora el trabajo es para siempre, oh lo eterno.
Lo
eterno...
Borracho otra vez.
El oficial que compró las tejas para matar los filtros en
el huequito del techo es el perjudique. Le di setenta antes de la una, porque
después de la una sale de trabajar en el parqueadero debajo, y en las oficinas
sobre, del autoservicio. Lo llamé, la puerta cerrada, y la esposa me vio desde
una de las ventanas laterales, un nivel menor de calle, y lo llamó:
—¡Alcides... lo necesitan!
—¿Qué más ombe?
—Bien don Alcides... aquí le dejo aquello...
—Hágale...
»¿Usted va estar ahí en la casa?
—Sí señor, yo voy a estar ahí.
»Me hace ruido y vamos y le abro.
—Bueno pues...
»Ahora nos vemos...
—Sí señor.
Y, como dije, me llamó, le solucionó una duda al moreno
que pasa las tardes en la panadería velando tintos, quería saber cómo resanar
las escalas para que no se les viera el musgo, ahora que siempre llueve y que
el verdor es la reconquista del monte a los lotes de las familias, pues se mete
en los asientos, en las vigas, en los círculos de las pesas y en los caminos
todos, propicios para hacer caer a las faldas y a los predicadores evangélicos
que le copiaron a los bacanos la utilización de equipos de sonido mientras
caminan, los unos para las electrónicas viejas, las benditas que escucho, y los
otros para las prédicas de pastores mayores, de esos que reúnen estadios y no
meras casas en obra negra, tugurios que, con la ayuda de Jehová, serán sus
reinos en este mundo, la pasantía de sus hijos para acceder al cielo en primera
clase.
El verde hasta en las uñas de los oficiales...
De quien habló cerró los huecos, cortó las tejas con las
tijeras hojalateras, recuerdo de mi abuelo que no creía guardar, y selló los
huecos de los amarres con la pistola de silicona, cuya recarga le valió
dieciséis donde el mono que ha estado en todo lugar y tiempo de Urabá, época de
Martín Fernández de Enciso, de Ituango, en preparaciones de Delcy Janeth
Estrada, y de Nariño, explotando con Juan de Ampudia la parte montañosa,
sabiendo que lo pudo haber conseguido a doce mil en la Papelería La Verde, Itagüí,
no la de Antonio I. Villareal, Nuevo León. Y nos fregamos a beber con don
Pedro, el papito de la niña con traqueotomía: la vimos, hace un mes, con el
tubo puesto pero tapado, y ahora le vemos el hueco de la garganta tapado con
una gasa que se le despegó de un extremo, por lo que le colgaba y le dejaba ver
el rosa de la abertura a la pobre de cabellos desnutridos, los ojos aguados,
las manitas disecadas y las paticas grises, los tobillos salientes, preguntando
por la mamá con la voz a medias, recortadas las palabras, sin terminar una
frase:
—¿Mamá?
»Trabajando...
Le responde el abuelo con el cigarrillo en la boca, las
manos llenas de polvo de cemento y las ropas inlavables, y la abuela, ancas del
tamaño de un tanque horizontal de ochenta litros, metida en un conjunto
amarillo, al relieve sus tangas que abarcan un abrazo, le da un paquete de
papitas saladas y la manda a ver televisión al cuarto donde espantan. Para
entonces el oficial llenó la ronda, se abstuvo de levantar una falda, yo le
tomé foto saliendo de los infiernos, del techo de la casa donde los indios
salieron a suicidarse, y jugó carambola, no aguantó las ganas, con el viejo
ñato: se les unieron el futbolista, uniformado a la seña de Ancelotti, el
indio, conocí a su madre, recolectora de leña, con mujer e hijos incógnitos,
camisa del milmillonario, el patrón, y el ayudante novio de la trigueña
enamorada del mono carero, el omnipresente carirrojo y buchón, texano por las
botas y nada más.
Una pausa es un descanso para el demiurgo.
Pero mi sombra siempre adelante señala el camino y prueba
antes que yo los flúores de la resaca. No es otro día. Seguimos en el mismo,
hediondos, anhelantes de la hija del mecánico, de cualquiera que traspase la
entrada de los apartamentos, de la primera que se insinúe. Mas con esta facha
de ciclista pobre, de caminador arruinado, de mendigo sin producto, no soy más
que para mi novia, ella que se atraganta con hamburguesas doble res y queso y
yo con alitas de pollo crudas, mal fritas, que me dejó adobadas en el
congelador que no he raspado. En Heliconia y aquí los hombres detienen sus
actividades, su doblar codos para empujar carros y quemar llantas. Debería
demostrar mi hombría, antes bien la demostré juntando una canaleta con la otra,
ayudando con los otros, el mecánico y sus amigos que no invitan, que no
compran: les duele la billetera y el salario no recibido, y el campesino que
vendió su cosecha de tomates y la dueña del arenal, negrona robustecida por las
carnes jóvenes de los hijos de Enrique, el viejito que merca para sus dos casas
solo, cargando las bolsas de a viaje, reposando en las cañadas, saludando si es
necesario y si alguien le debe el día.
Creo que mejor voy a descansar estas rojeces oculares
hasta las diez de la mañana, como hoy, y apurando mis tareas para, a la una,
tener lista la ropa, mi almuerzo y mi deber con la vaca sagrada que amonestarán
por no entregar un libro a fin de mes; lo tiene casi hecho y no le preocupa:
sabe de qué hablar y en qué términos referirse a su campo... no como yo, que ni
tengo tradición ni corriente pedagógica ni conceptualización básica de
enfoques, estrategias, metodologías, manejo del grupo ni dinamismo. Mejor
dicho, de los cinco años en Robledo no gané en teoría sino decirme docente y
saber nombrar las formas del desprecio hacia mamá: tú morirás sola, sin el
esmero de tus hijos, rechazando pastillas, urgencia de psiquiatras,
cantando a tu juventud los huaynos escuchados con el amor que invitó a Perú y
que hoy pasea su decrépita esencia por las calles de un municipio sin sentido
para la insurgencia colombiana.
El
Pedregal, mayo 31 de 2024
___
Sarabatana, Montreal, Canadá, año 2, núm. 5, agosto de 2024.
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