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Alejandro Zapata Espinosa, mayo 2 de 2024 |
Levantado
con los truenos que se acobardan y huyen a zonas de quietud poblada por micos y
caracolís, me antojo del abuelo y sus botas, del filo de su machete en el dedo
gordo, de su botón libre en el pecho y, llevándole la pala, despidiendo de beso
a la abuela y aplazando el sartén de arepas incandescente, enrumbados hacia las
piedras, los pantanos ahogando hojas secas de caña, los terrones que simpatizó
el llover con el arroyo. En el potrero, los pasteles de boñiga, los tanques
ahuecando el verde, las garzas adelantándose al pastoreo y a los ganados y al
sol que se pronuncia como un enigma entre la abertura que amplió el volcán.
A Salvador lo respondemos con un movimiento asfixiado;
procedemos a echar las aguas, a sacar las hojas y a tirarlas al fluir sedoso, a
retener las menudencias de la selva, traídas desde el motín de las estrellas
indias, del goteo que los dioses preparan y retribuyen para que los nuestros
enjabonen sus brazos y las hembras froten sus cabellos y laven las tripas de
las tilapias que la pecera concibió. Reabrimos el tanque, le damos paso al
trabajo y, justo a tiempo, la lluvia nos acobarda, nos sube pegados de los
troncos y nos resbala antes de tocar monte seguro.
Aquí viven, y no lo sabía, gentes que en la oscuridad
prenden fuegos, remueven carbones, soplan velas y cigarrillos; por la estatura
no se podría decir que son pequeños o grandes; nos ofrecen humosa aguapanela en
vasos de plástico, nos señalan los troncos o las bancas que miran al boscaje,
y, como son amigos del abuelo, hablan de la cosecha, del sacrificio del vacuno,
de los conocidos que prometieron no volver nunca a estas faldas.
El Pedregal, octubre 11 de 2024
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Acuarela, "Historias rurales", Neuquén, Argentina: Editorial Atelier, núm. 10, noviembre de 2024.
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