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Juan Carlos Jurado Reyna, 2023 |
El
Pedregal, octubre 4 de 2024
Cancelaron las Jornadas. Encontraron el cuerpo del
profesor, en el cerro, con heridas de arma cortopunzante. La tarima está sin
músicos ni brazos; solo las tienditas con los aceites requemados, las ropas y
los salpicones asentándose en las cocas dan una idea de lo que pudo haber sido
la fiesta del viernes. Unos cuantos terminan clase y van a comprar: se niegan a
perder todo.
La última vez que nuestro asesor lo vio fue en la
cafetería, o en los pasillos, y de resto no supo nada más. Leonardo subió un
video informando la aparición del cuerpo sin vida; y la compañera, así como los
periodistas que indican cómo activar la ruta de búsqueda, dice que nos
cuidemos: a un amigo de su familia lo botaron en San Félix.
«Estamos indefensos ante estas cosas», Strachey, y cuán
poco sabemos del tiro o el navajazo que nos irá a interrumpir. Y no hay más
constante que ella misma, la parca lanzando bombas en nombre del colonialismo
de población, y negando el derecho a la legítima defensa, o pendiente del
catedrático que solo iba a ultimar sus clases de mañana. Crece la esperanza de
vida y se interpone lo imprevisto que no permite el alcance del lecho de
muerte, los testamentos y la extremaunción.
Para Jorge, «En el momento de morir [...] toda la vida
debe haber sido alegre; debe uno estar dichoso de haberla vivido, y de
entregarla». Mas ¿cómo se entrega lo que no se quiere ceder? Los viejos dicen
de alguien entrado en años que aún aguanta, y los jóvenes se consideran recién
paridos, y en la permanencia acumulada en la tierra poco se considera el
alegrarse, además sería penoso, sin haber vivido un poco más: siempre algo, lo
que no se tiene, la gota que sécase dentro del vaso: alargar el momento del
adiós.
Tan brusco como apagar la luz en el renglón donde la
carta menciona la propuesta sugerida... y no poderse hacer ilusiones de
levantarse, buscar a tientas la pared, recorrerla hasta encontrar el interruptor
y activarlo. Pero no prende, el cuarto a oscuras no sabrá qué respondió la
amada, y no hay braille, ni se sabe leer, que al menos ilusione montecillos de
aceptación o rechazo. Y, de tanto insistir, la mano acalorada se desvanece, se
enfría, no pasa las hojas ni las retuerce en su puño; cae sobre la silla, de
espaldas, como queriéndose levantar, si se lo hubiesen permitido, ayudando a priori a quien lo descubra y le llame
el coche.
Octubre
4
«Gustosa cosa llegar
a los saldos de las cuentas», dice Alfonso. «La vecindad de la muerte tiene sus
encantos, su bienestar», cuando se permite el retroceso, las dinámicas de
abandono, el salir a paso lento del aroma que durará aún sin hombres. En caso
contrario, como viene sucediendo y al cual hago énfasis, qué amargo el deceso
inesperado, algunos se pronuncian antes de tiempo y permiten al atleta
desamarrarse, la defunción que se entromete en las líneas categóricas, en los
enamoramientos simultáneos, en el pronóstico hecho a medias en un vendaval de
luz.
Lo que va del año una vieja agoniza, el lote es del
esposo que mató el coronavirus, edificó los apartamentos, trabajaba de busero,
se le veía almorzar con los botones inermes, tomaba cada fin de semana y no
tuvo cortejo, tal vez algunos hijos de otra camada, de su hija. El padre, ese
sí encantado de la «vecindad», planea, al desayuno, a dónde irse a pie, si al
monte a comer pomas o al azul de lo lejano, lo saluda a uno:
—La señora mía sí está muy mal, pa qué, ella está muy
enfermita, así flaca y todo, a mí me da mucho pesar; ahí vinieron médicos y
apenas nos dicen «Cúidenla señores», y es verdad pero vea, se mantiene.
Aquí los expectantes quemados se cansan de la
ineficiencia y pasan a otro ritmo con la vida. Si la muerte no cumple su
oficio, y alarga el llamado a la funeraria, la compra de flores y la reunión,
es como si perdiera público y actuara para ella sola, para los fantasmas que le
aplauden instados por su esclavitud. Pone el fogón en bajo, se va a afilar la
guadaña en nucas, esas sí instantáneas, imposibilitadas para el «colágeno en la
yugular» de una cincuentona. Es que alguien de tantos siglos choca su pasado
con la rapidez que exigen los comentaristas, los domicilios y la certificación
de un diploma. Morir de a poco, sin que se note, es aceptable; pero casi
muerto, con los dos pies en Campos de Paz y la familia motivando al moribundo a
que se pare, a que vayan a misa de ocho, va a ir el padre que le gusta, y
después a comer buñuelo con perico, es acabar el placer con un mal chiste, un
sinsabor a vinagre con roca triturada.
***
No dejar invisible el genocidio, sea de la militancia
crítica o de simpatizantes del boicot, para los lejanos que se informan de la
tragedia humana de su tiempo, los que, oponiéndose al sionismo, evitan tragarse
el vómito que muestran encorbatado y con banderas imperialistas que no ondean
por la sangre coagulada de pueblos que juraron exterminar. Este es el momento
que plantea resistir o ser cómplice; en voz de Mella: «Quien no lucha es aliado
del enemigo, ya que resta un brazo a la acción en los momentos en que todos deben
luchar. Y el indiferente lleva el peligro de caer por una bala perdida». Las
imágenes están en las pantallas, endureciendo los cuerpos apilados, el
periodista en una caja, el vacío del cerebro y la abertura por donde salió. He
las capacidades del coloniaje, de la civilización, Grosfoguel, no multiversal.
Ya no les sirve escamparse en el judaísmo ni en la ley;
le han arrebatado la carne al esqueleto, dejándolo visible al espíritu y a la
crítica en sus propias condiciones.
Octubre
7
Recibo del esposo de la agónica la noticia de que un
busero, no sé cómo lo supo, sabiendo que es caminador empedernido, ayer, en una
fiesta de la empresa en San Antonio, salió borracho y se estrelló contra un
poste.
—Y yo lo distinguía.
Los buses trabajaban con su foto al frente, a la derecha,
copiloto del conductor; otro lo puso encima de la placa y lo adornó con cintas
moradas, la de los dieciséis de julio para la Virgen del Carmen. El muchacho
tiene una cachucha y una rompevientos. Mientras bajaba y subía no supe dar con él,
no se relacionó con el del arco supraciliar salido o con el venezolano de barba
nórdica.
Es de esperarse que alguna cámara grabó sus últimos
minutos, la imagen borrosa, las luces destellando, el golpe, el colapso de lo
delantero, la demora de la ambulancia, los curiosos... O al menos se registró
su carrera y la calle por donde iba a morir; con esos elementos se reconstruye
un accidente, lo mismo que al chismosearlo se recrea, pero, ante lo común de
los siniestros, se me ocurre que en algún futuro, por la proliferación de
cámaras, no ya en lugares privados, cuyo uso es inherente, sino en poblaciones,
caminos de vereda, cuartos que solo reciben personas de noche que salen a la
mañana, en los carros y en todo lugar que se pueda instalar una, se podrá
reproducir cada defunción: la compra de las pastillas, del arma, el gas, el
error sin sujeto para la anagnórisis, el freno que no aprieta, la maquinaria
volada, el misil que, derribado, cae sobre un gazatí en Jericó y lo comenta un
presentador argentino, la primera persona del francotirador impactando a un
manifestante, o los cuerpos lanzados desde edificios...
Hechas las cuentas, ese futuro está presente.
Ahora, ¿cómo se demarca la guerra televisada, el accionar
bélico, la estrategia política y el espectáculo, el goce por el horror? Quizá
no se haya universalizado el registro de muertes, o no tenga uso en ciudades
sin el coloniaje de la guerra, pero las imágenes circulan, la inanición es
documentada en su punto de no retorno, el desplazamiento conduce a los cuatro
primos menores Baker a ser asesinados por un dron, el ataque se «justifica»
porque se creyó ver a combatientes de Hamás y el caso fue archivado, las bombas
que hinchan las caras y desmiembran edades que debieran enaltecerse con leche y
esmeros.
Lo insólito es que la evidencia, la grabación, la muestra
fehaciente, el genocidio espectado se desmiente con palabras, y se dan ruedas
de prensa donde se justifica la acción y todos felices, la causa está hecha, no
hay por qué creerles a los malintencionados que difunden tanta negatividad en
el mundo de la sonrisa operada.
Octubre
10
Los cumpleaños hacen infinito el paso por el mundo.
Una vez se toca la tierra, le eligen padre y madre, crece
bajo un apellido, hace amistades, se rebela en el colegio, estudia lo que se
pueda estudiar y no valga muy caro, trabaja en lo que mejor se adecúe a ocultar
la humillación, tiene hijo o se crea una cúpula de menores que alimenta, muere
y, en el ataúd, sigue contando: hace un año se fue, cumplió cien años de
nacimiento o de muerte, dos decenios ha de su ausencia...
Y sigue contando, metiéndose entre los vivos como un número,
un recuerdo guardado, el perfil pegado a otros, el tío, el hermano, el que me
ayudó para tal cosa, ese lambón que me quitó el puesto o la mujer; y con el
conteo, las personas nuevas que no saben seguirle el paso al rosario de las momias
ni a quién se lo dirigen: a un fantasma, a un fulano que se mantiene naciendo
en los que lo recuerdan y que por fin morirá cuando se recuerde a aquel que, de
tanto invocarlo, lo persigue: unos se meten al campo que otro abrió.
Eso en condiciones de evocación campechana.
Ahora bien, poblar las referencias, saberse en un siglo o
en un tiempo da marco del «ideal de la humanidad en estos instantes», cuán
duradero fue o cómo asentó la patria: reduce los flancos de rodeo, ubica al
finado en aconteceres que lo doblegan. Y si fue consecuente con el grupo, si
tuvo antibalas epistemológico y militó una clase, en las conferencias se verá
sobre los invitados, oyendo las voces que le negó la vida, siendo visto por los
ojos que no supieron de qué color era su piel cuando sudaba: remando la
imaginación de quienes se pregunta quién fue él para estar viéndolos desde el
trabajo, la proeza cumplida del hombre con su acontecer.
Los que terminan su vida y han dado más de lo que cien o
mil vidas juntas y vivientes personifican el versículo de «muchos son llamados,
pero pocos los escogidos». Estas personas tienen algo de empuje, de memoria a
seguir, enemigo de los adormecimientos y de las hipocresías ágiles en montarse
y anidar en cargos fútiles. Pueden verse como el estoque inaugural, el látigo
que no muerde sino que aviva las ganas de combate, de combatir sin misericordia
los reductos defensivos. Ha de ser por ello que se cuelgan y se erigen en las
plazas, que tutelan las clases y bendicen a los creyentes: son el recuerdo,
como Jesús, de que alguien igual a nosotros ha hecho más que ninguno de los que
nos rodea, de los que se jactan de ser padres de una progenie gandul.
***
He tomado una ruina que no me pertenece, Joro, que
incluso podría decir que soy un cualquiera, pero de tanto concentrarme en ti, y
de unirnos en lo que pudimos haber frecuentado... Es verdad que no estuve en
tus homenajes, que rechacé la película en tu honor; mas generaste una hipnosis
en quien nunca intervino contigo mesa ni saludo. Por eso lo de la ruina tomada;
quizá se la tomé a las paredes que te anunciaron, a los anuncios de las
memorias, al audio del catalán, a quien te mantiene presente en los momentos de
finalización y sabe que debías estar graduándote, mandando hojas de vida y
poniendo a los reclutadores a decidirse por ti, pero te acaeció «un accidente,
un choque contra un obstáculo físico, una violenta intromisión de la metralla
en la vida y no el término previsible y paulatinamente aceptado de un
acabamiento biológico». Pero el sello que estorba le «dio a su muerte no sé qué
aire de grosería cosmogónica, de afrenta material con las intenciones de la
creación»: debería haberse proclamado, crecido y hecho poseedora del caudal de
los alientos, pero todo pasó de golpe, tan encima que las marcas externas deben
obligarnos a entender que ya no está, que la perdimos, quienes la conocían y
quienes no, para siempre, hasta que entremos al misterio con la seriedad de
quien busca un asunto sin resolver, una alegría aplazada desde muy temprano en
la asignación de los anhelos. Así, a la hembra total, a la recia motriz «una
sola sacudida del azar pudo deshacer». Y nos dejó la sensación en la boca del
insulto que no puede entenderse, que se hace a un lado para el abatimiento, para
las mortíferas acusaciones al destino, a quien detenta la administración de los
fluidos y de las acechanzas; con ese desdén aprendemos a caminar sin ella, a
recordarnos, con el vaso en los labios o la amada de la cintura, del porvenir
sin alguien nuestro, sin la que alegraba entre los fragores de la inapetencia.
Eres tú, Joro, a quien hemos consagrado estos repiques, a quien debemos toda
gloria que no merecemos, por quien crecen las margaritas y se desvanecen las
tardes; recibe este beso, esta hoja rayada con tu nombre mil veces repetido, tu
imagen adherida a las naves de todo pensamiento.
Voliarte, "Las vicisitudes de la muerte", núm. 1, Hidalgo, México, noviembre 2 de 2024
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