No es el tiempo lo que destruye esta
casa; es el odio; el odio que sostiene las paredes carcomidas por el salitre y
las vigas enmohecidas y que cae de pronto sobre las gentes agotándolas.
Álvaro
Cepeda Samudio: La casa grande
—Se
equivoca: el odio no puede sostener las paredes ni las vigas húmedas,
masticables, rompibles con un puño; el odio no forma un empedrado; lo demuele,
lo pica, lo tritura, pasándole por encima un buldócer y arañando el material
fresco.
—¿Vas a negar tan siquiera que el odio
sí nos «cae de pronto», sin avisar? Solo cuando sentimos el azote del odio nos marchamos.
¿Niegas que el odio nos joroba, pues cada vez odiamos más, y entre ellos a
quienes deberíamos, por motivo de sangre, deberles cariño?
—«El odio es más originario que el
amor». Antes de Jesús era nuestro ego ultrajado. Tú odias y yo odio lo que nos
afecta, y si te propones afectarme, obraré como es debido: te difamaré, te
convertiré en el centro de mis intenciones y serás mi diana. Morirás en los
millones de intentos imaginarios. Probarás las torturas y compilaré un
exhaustivo e histórico catálogo para que decidas, si llegas a herirme, cómo vas
a sufrir, de la misma forma que alguien elige, en el asiento del peluquero, su
corte. Ay, ¡yo y la destrucción!; ¡tú y la desventura! Amenázame y verás el
desprecio en sus mayores amplitudes; amenázame y ocuparás la silla vacía.
—Acepto que, si te atacase, aprenderías
más de mí que yo mismo, aun teniendo un diario y escribiendo mis memorias semanales.
Lo acepto y lo corroboro: yo también he odiado, yo también quise asesinar, yo
atiborraba libretas inquisitorias, y no ocultaba mi orgullo: ¡para qué!
—Ódiame si quieres, asesíname si te
place; pero sé infinitamente específico, no pases por alto ni una pestaña
cayendo sobre tu cachete o sobre tu ojo, irritándolo, ni la saliva acumulándose
y atragantándote; si pasas por alto una cosa, un mínimo acontecimiento, lo
rechazarás con tu desprecio y, donde no lo veas, te hará más daño del que te
puedo hacer.
—¡¡Eso quieres: verme cuadrúpedo,
saltarín y afelpado! ¡Para disparar los dos tiros; para notificarle a los dos
cañones que la ausencia que notarán la dirigieron a mí, un pus alabador y
promiscuo!
—Antes desnudaré tus ímpetus.
—Los desnudarás pudriéndote.
—Pudriéndome y todo no te esconderás.
—¿Para qué esconderme si te estaría
buscando?
—Ya me encontraste: ataca.
—¡Oh, pordiosero!
—«Lo que no forma parte de nosotros no
nos molesta».
***
—¿Cómo reducir la casa del odio, si
quienes la construyeron y quienes formamos su legado nos empeñamos en ajustarla
a los nuevos usos? Somos nietos del odio. Nuestros genes hoy se alegran de
perdurar y mañana nos atrincheran en nuestros cuartos, a ver quién se deprime y
le gana al otro en complejos.
—Hemos convertido nuestro oficio en una
tregua que se sirve de los tratados como preámbulos de nuevas masacres. Y es
nuestra casa la que los acoge: en el corredor se celebran las batallas y, en
los gabinetes, los coloquios. Es la exigencia de los genes; son ellos tomando
forma. ¡Nos alimentamos para esto, y solo con dos vidas pretenden sostener los
techos goteantes, los tabiques falsos!
—Y no firmamos ningún papel...
—Yo los firmé por los dos: me
detuvieron y escribieron por mí; juzga como desees, pero no respondo por nada;
responder por algo está prohibido en los papeles, aunque tú no sepas.
—Ni intentaste hacérmelo saber. Y
cuando lo intentabas te daba un puñetazo para que no me involucrases en tus
cosas.
—Nuestra misión es degradar nuestras
capas abriendo lo que tenemos por dentro.
—Nada es mejor que lo conocido, y nada
mejor que saciar el odio fratricida.
Itagüí,
marzo de 2023
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Entre Paréntesis, Santiago de Chile, núm. 118, octubre de 2024
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