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Pasilla (VIII)

José Núñez del Arco, 2024


Ver un dragón de Komodo tragarse una cabra y sentirse lleno.

 

***

 

Notas al sincero comelón de jardines. Hay cuotas aplazadas, rincones y decanos ofertando su intensidad, vendiéndose como tornillos sin grasa. Alguien toca a la puerta y ve si me escondo; saqué un poco la cabeza y le vi las uñas de rosa; ¿cómo le habrá ido a la hermeneuta la noche de ayer? No abras: ¿para qué dañarse el sosiego del guayabo domado, la mala racha que se cuece en un hombre? Algo tendrá que salir de aquí para consagrarse a un universo: lee con juicio y haz contactos peruanos en las sesiones de lectura. Siento la necesidad de referirme a un episodio largo, un viaje, mas digo primero las composturas que lo rodean, las hormigas que pasan sobre el cadáver: haciéndose de comer, se comen aperitivos que terminarán por dejar la comida para otra hora. Pero voy a sentarme a escribir, juicioso, y dejaré los asuntos de familia para el lunes, cuando todos madrugan a coger bus y yo a comprar mi desayuno en la panadería de Miro: papas, pasteles y empanadas de mil. No he probado los churros ni me entretengo con los viejitos que dicen el doctor les prohibió el azúcar pero se zampan sus tintos con tres papeleticas. Veré un documental sobre Arguedas para aligerar estos pesos que no se aflojan acostándose, hablándole al muerto que cumplió años, pasando las hojas de una libretica pisoteada.

 

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Al «orín del dinero», blanco entre negritudes que prioriza gastándoles un poco de los millones traídos a montón; al desvirtuado recadero de comodines: la muerte no se compra guardando el lucro. La mujer desterrada, que contigo sirvió platos y de ti se despidió a Santander, fue primera en el túnel que habrá de tragarte más limpio de lo que aparentas: los billetes no ocultan el «pescuezo de toro» que, agujereando una vena, capitula, chasca y muestra el fracaso del dólar impostado. Y no vengas a mí, no te acerques que ensucias, capitalito, endiosador de insignificancias; háblale a tu madre: ¿se entiende un desperdicio con quien no cambió por pretensiones, quien no se vende para acaudalar un futuro sin confianza ni plato amigo? ¡Cómo es que lo primero que piensas, al morírsete la compañía, es asegurar lo ganado y conseguir sin límite? Lo tendrás, cochino; y sin nadie que te llore ni te golpee el vidrio del ataúd: ¿quién va a lamentarse de una cifra reemplazada antes de ser vista? Pasarás al sagrado menosprecio de los nombres que nada generan, al tío que pasó comprando lo que debía y un día dijeron que sufrió un accidente cerebrovascular y lo enterraron en un cementerio que lo aceptó por deber, donde solo es visitado por las familias que buscan su bóveda y mencionan su número, ni siquiera su nombre, al descuido, pasando igual de rápido sobre la memoria que dejaste a los suyos.

 

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Hace dos días sentí la opresión en el pecho, la bruja valiéndose de la parálisis para hincarme su codo contra mi garganta y oprimirme los auxilios que hubiera gritado. Intenté abrir los ojos, cerrados con pegaloca, mover los brazos que apretaban la cobijita de infante, y decir: «No, Lisi, no juegue, no...» Pensé que a Lisi se le había ocurrido, alucinación hipnopómpica, para variar, porque sí y nadie va a saber a medianoche, de todos modos somos pareja y eso se hacen entrados en confianza, montárseme al pecho y apuntalarme la guayaba, impedirme la voz. Pero ella estaba a mi derecha, mirando hacia la pared, y el cuadro de la tía morena con el blanco echado del sector de las aguas por meterse de lleno al mundo de la gordura, temeroso del hambre, y el televisor culón apagado, la cortina meciéndose a la luz grisácea de la sala, las esquinas quebradas por la humedad me contradijeron. Sea lo que fuese, me eché la bendición, me comí un uñero pendiente, cubrí mis piernas y cerré los ojos de cara a la espalda de Lisi, entonando el compás de sus pulmones.

 

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La palabra contenida, el paso que debe darse espera el momento del saludo, la pregunta sin distinción, el contrincante del local o la entrega del título, el lujo de una madre sosteniendo el cartón sudado. No es que tuvieran que decirse para darle calma al jueves; solo conocidos que interrogan para saberle el rumbo al pájaro, sus nidos transitorios y la cercanía, las encrucijadas con los hechos. El carro se detiene, llama al amigo con bolsa al hombro y se dan el gusto de hacer parte al trancón de la vista rápida, el cuerpo completo, la mancha en el ojo y la estrechez de la frente empequeñecida por el pico de viuda.

 

***

 

Tambalea el semestre cancelado mas no las fiestas aceptadas, el ron que aparece por arte de los gordos hermanos, de playeras, los filtros mordidos y babeados por la cola trenzada, el rapé asistido que puso a tambalear al hegelita: le activó los polvos de la noche, y las botellas vacías para los gamines trasnochados, uno se tira contra un negocio, descarga los paquetes, nos pide monedas que luego cambia por «¿Dónde nació Felipe IV?»

—Que dónde nació un tal Felipe.

—Cuándo lo veamos le pregunta.

Y el francés chu-chú, el baflecito que aún aguanta, la presentación de una obra binacional por parte de su gestor, los aedos pálidos y tambaleantes no podrían ni sostener una página, el carro en reversa dañándoles el sentado a los que perdieron la cera, un gamín que, al final del pasaje, se acomoda en su bolsa, abollona el bolso que tiene de almohada y nos mira antes de saborearse la boca y rascarse la nariz; quizá trasnochamos para cantar a esos hombres o a las lunas que creímos ver señalándonos, al tranvía que empezó a funcionar con perfumados y engominados, limpios de sombras pasas, preparándose para el jornal, el buenos días consciente, los tintos que aceitan el organismo, el bus que reblandece la carne.

 

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«Y súbitamente el calor empezó a hacer latir las cosas».

 

El Pedregal, noviembre-diciembre de 2024


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delatripa, «Ciclos que terminan», Matamoros, México, año 12, núm. 87, diciembre-enero de 2025

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