OVACEN, 2016 |
Toqué dos veces.
Debido a la demora, algo se escuchaba adentro, unos pies
descalzos que organizan lo indispensable, descargué el tarro.
—¿Quién? —pregunta
la dueña.
—¡El muchacho! —dirigí la voz a la abertura bajo la puerta.
Abrió un poco, se aseguró de haberme visto antes, abrió
un poco más, el cielo gris le acentúo la palidez y los pómulos marcados, y me
dejó entrar. Las cortinas a la izquierda producían una coloración otoñal,
sanguínea a la mesa de plástico, al mueble y a la cocina, con una olla y una
arrocera descansando el domingo con lunes festivo; al único cuarto, al frente
de la entrada, lo iluminaban las luces del televisor; y a la derecha, junto al
cuarto, el baño que debía pintar y, en la esquina, unas mesas de madera
ocupadas por multivitamínicos en polvo, ropas dobladas, cajas de medias y un
armario de cinta cerrado. Sus dos hijos, una cachetona quedada en el hablar y
un niño, más grande, que articula a los mimos, rodearon el tarro, cogían la
brocha, «¿Ío? ¿Uio?», preguntaba la niña, y se sentaban.
—¡Luciana y Andrés, me hacen el favor! ¿No tenían ganas de
dormir? ¡Para adentro! —los paró
la madre.
Ella pasó los trastos de la mesa a la cocina, llevó la
sábana del mueble a la cama y me preguntó, deteniendo la carrera, asiéndose la
pelvis, qué necesitaba.
—No, solo es darle la otra mano y ya; si puede, dejamos la
puerta así, porque ayer me trabé con el tíner —le saqué una sonrisa que no volvió a asomar desde ayer
que me nos fuimos—. Preparo
la pintura y entro.
—Cualquier cosa me llama.
Vacié el medio galón en el tarro, le eché unos dos tragos
de tíner, del medio galón al tarro, como si bañara la paila con aceite, y, con
la espátula, saqué y revolví los grumos, «Tasajeando sangre coagulada de res», hasta disolverlos. La niña se asomaba, agarrada al
marco de la puerta; le mostraba los dientes, ella me mostraba sus dientecitos
agarrados por las encías, e ingresaba.
Con la mezcla lista, fui al baño; como iba a empezar por
la pared que dejé a medias, moví los champús y las cremas para el cabello al
centro, igual la basura, monté el papel arriba, al adobe, y bajé un frasco con
agua turbia y un jabón líquido del lavamanos a la tapa del retrete. Entonces me
dediqué a volear brocha, dejando listos los bordes para pintar libre los puntos
céntricos, delineando un conector de luz y los contornos de la tapa del baño. A
mitad de pared la pintura se agruesa; voy a echarle un sorbo de tíner, respiro
el suave aroma a verdor sin los cucullos revoloteando encima, me echo al hombro
un trapo, y noto que la mujer está bajó la olla del fogón y montó una paila sin
agua, y que cerró su puerta.
«¿Será que me iba a hacer tinto y mejor se encerró antes
de que se pusieran a verme pintar?», pensé.
Ayer los niños veían a regaños el progreso de los retazos
de baldosas en la parte ennegrecida de la ducha; y me ayudaban a pintar con la
brocha pequeña, la de los detalles, hasta que la mamá los regañaba:
—¡Andrés!
—¡Sí mami, sí, ya voy, sí...! —articulaba sin mimos, temeroso, dando pasos rápidos y
llevándose a la hermanita consigo.
«Cómo será el miedo que le tienen que hasta los pone a
hablar en un segundo», recordé
haber dicho.
Volví al baño, a la parte fácil, menos carrasposa: la
pared que no cubrieron los retazos y la otra completa, la que da al monte, que
ya había pintado en su totalidad sobre un blanco a base de agua.
Corrí la cortina del baño, liberé a la rejilla de unos
cabellos y pinté.
Dentro del cuarto se oían muñequitos, unos carros de
juguete que rodaban en el suelo y los audios en por dos que escuchaba y repetía
la dueña; pero todo salía de la tele, del celular y de las llantas del carrito;
no hablaban, ella no los consentía ni los niños articulaban un sonido que
acompañara los cánticos o las carreras.
Hasta que se oye:
—¡Mami popó!
«A buena hora».
—¡Aguántese Luciana que el muchacho termine!
—¡Popó! ¡Mami popó!
Y así la exigencia de la que ahora habla claro. La mamá
le repetía que se aguantase y la niña no disminuía su demanda. No tuve de otra,
aguijoneado por cierta idea de moral, de la prevalencia de los niños sobre los
adultos, que hablarles por sobre el muro donde descansan el papel, la cuchilla,
los jabones gastados y los cepillos:
—Si quiere, venga que la niña haga popó y yo voy pintando
la puerta de afuera.
El silencio de los audios y del carro introdujeron la
respuesta:
—No ella no quiere hacer, es por ir a verlo; siga
tranquilo, no se preocupe.
—¿Está segura? —no sé si ella le hablaba al techo para que su voz se
deslizase y me encontrara, pero yo me empiné para hacer oír esta voz de
constipado—. Por mí no hay
problema demorarme.
—Por mí tampoco esperar.
Y, parándose de la cama, sonó el colchón, fue a encobijar
a la niña, me la imaginé avanzando y envolviéndola como una araña al tener
bicho, y a acostarse con ella.
—¡Duérmase! Usted quiere dormir, duérmase pues. ¡Vea
Andrés, dígale a la hermana que se duerma, y usted también!
—¡No quiero!
—¿Cómo que no quiere? Hágame el bendito favor Andrés, se
acuesta ¡ya!
Andrés se tendió a llorar, seguido por Luciana, pero el
televisor aumentó de volumen y yo, «Lo que puedo hacer por ellos es terminar esto rápido», pinté sin importarme la consistencia, no eché más
disolvente ni limpié las gotas, y pasé de la ducha a la otra pared grande en un
momento. «Es que no era para
demorarme; era darle una pasada; ¿cuánto llevo?» Bordeé la celosía lambiendo el tarro; iba a sacar las
escupa sobrantes en el medio galón, pero no dejaba de pesarme las ganas de la
niña, el calor que debían tener, prendieron un ventilador, los tres en la cama,
el techo era bajo, segundo piso, y de zinc, y la oscuridad entumecida por los
destellos sofocantes de unos muñecos color plano, y la cobija, el olor
industrial y la obligación materna de hacerlos dormir.
Repuse los objetos a su lugar, el papel lo bajé con intenciones
de que me viera la mano salpicada, y volví a empinarme y a hablar levantando el
mentón:
—¡Hola...!
»¡Ya terminé!
»¡Le quedó como estaba...!
Oigo que le bajan al televisor; los pies descalzos tropiezan
con el juguete del niño; abre una cartera y lanza el billete por sobre la
cuchilla. Lo recojo del tarro, se pintó, abro la boca para agradecer o para
darles un chao que abarque a los tres, como sea que se dispongan, en la
habitación, pero mejor me ahorro despedidas.
—Cierra la puerta cuando salga si es tan amable —ordena al oír los pasos arenosos de mis chanclas.
Yo salgo viendo hacia la puerta, respiro hondo y me sobo
la garganta, deseando que la mamá medio se asome para verme salir, y, debajo de
ella, ver a los niños, «Una
cabeza sobre cabecita», para
arrugarles la nariz y menearles la mano.
Pero el color rojizo de la casa se intensifica al cerrar
la puerta.
El Pedregal, octubre 17 de 2024
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Cuento leído en el XVII Necroloquio de Putrefacción Múltiple: «Muertos y sonrientes, a un chiste del sepulcro», Acuarela Humanística, Universidad Autónoma del Estado de México, octubre 31 de 2024. El Narratorio, Buenos Aires, Argentina, año 9, núm. 106, diciembre de 2024.
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