Irina Tall Novikova |
Problemas
de conexión de los aliados financieros: las asesoras personalizadas tienen
mucho que ofrecer a todos los carentes de esa ayudita. Deseaba empezar con el
suicidio truncado de Ana, o las consecuencias más bien: los chismes: se le
partió la pierna, se le salió el hueso, no la movían mientras los paramédicos
subían de a dos escalas la eterna subida a los protestantes... La llevaron al
Pablo Tobón, la intervienen y, de nuevo las habladurías, ¿qué irá a pasar con
esa mujer que, según el entendido, está arreglada y ahora sí que le va tocar
peor sin valerse por ella misma? Antes, como un ánima sola, tomándose las manos
o aferrada a una cartera, valiéndose de la vista que reposaba paseantes, se la
veía andar, olfateando casi, en busca de ningún sitio, solo por salir a coger
sol, a que la saluden, nunca supe si era el caso, a malhablar de su familia: le
dieron una casa pero no mercado, los pasajes para el pueblo subieron y ya: los
dos temas se opacan: el clima, un conocido que vio hace rato y no lo ha vuelto
a ver, ¿dónde se habrá metido? En fin, alucinando para irse a otra esquina a
repetirle el cuento a los vigilantes de la tercera edad, a asomarse a la basura
y abrir los incisivos centrales unidos por firme sarro.
Si alguna vez se cree que una mosca pueda posarse en los
dientes, yo creo que en ella fue posible tal audacia de los dípteros.
Intentaba referir lo anterior con los pormenores a los
que acceden los perezosos en filas. Acá, en la reunión del financiamiento, se
abrieron las preguntas: tal bloque, el cambio, la entrevista, el tiempo
prudente, ¿en qué te podemos ayudar y por qué tanto problema?, la matrícula, el
calendario, la inscripción, como le decía al otro compañero...
La Ana quedará inmóvil y la tendrán que lidiar los de su
sangre. Ya, tranquilos, hubo una que pensó lo que todos piensan: se hubiera
muerto del totazo y no quedado así, un bulto para ellos, ¡ay pobre mujer! Y
todos sabemos, o por lo menos quien escribe, que el solo mencionar la muerte,
invocarla, deseársela en otro caso posible, Dios no quiera (pero lo digo), similó
la salvación tanto de ella como de sus familiares. Eso creo porque, siempre que
lo dicen, se les alumbran los ojos, les pasa por delante la caricia de una cola
de azufre, saborean los pedacitos de un cuerpo conocido, descargan la almohada
y el trasero del niño que la imprime en la asfixia del cuarto médico.
***
No lo oía, me era imposible, pero intentaba hacerme más
cerca, ponerle uno u otro oído, leer sus labios; logré, como mucho, reírme
cuando él se reía y asentir con él, mirar al frente, pensativo, en verdad
temeroso de una sordera prematura por audífonos a alto volumen, y volverlo a
ver cuando hablaba. Sumado a ello, el ruido, los aguacateros dándola toda, el
trancón abriéndose, la muchedumbre comprando libras de carne de res o
montándose al carro sujeta a los tubos, y el barbita rala avivando la
conversa...
«¿Qué es esto Dios grande? Si le digo que hable más duro,
y no alza la voz, me deja en las mismas, y si la alza pero no me mira, como
hace, tal vez por mal aliento, los labios se le resecaron tanto que levantan
costricas blancas, estaré pegando la oreja más de lo normal y entonces tendré
que decir que estoy sordo, que no oigo ni un culo».
Meterme el dedo para sacar cera, abrir la boca para
despejar el conducto auditivo, nada sirve: él enumera, logro retener algo, los
compañeros de colegio que enriquecen a arrendatarios y luego se queja de las
materias del año pasado para seguir con el empleo al que renunció su hermana y
lo maluco que es regar hojas de vida. Yo digo sí y no, las respuestas comunes a
toda pregunta, para que hable más y, en algún rapto, dirigir la conversación,
ejemplificar lo que dice con el primero que se me venga en mente, un señor
muerto por exceso de grasas o una ruta parecida en los buses de Robledo.
Esos minuticos me hicieron desistir de canciones a todo
volumen, de bafles pegados a la oreja, combatiendo la salsa y los vallenatos de
dos bares diferentes, pero sé que la promesa dura el momento: la avenida se
acaba, entramos a los barrios de viejos descamisados en sillas de plástico
tomando el sol tras el almuerzo, de fachadas requemadas y furgones de surtido:
vamos por el tema de las parejas: desde hace tres años casi, desde la última
vez que nos encontramos subiendo a casa, no ha tenido quién le sobe la cara ni
le diga cuán importante es para una de mil mujeres.
***
El esfuerzo o desvirtúa la pereza o le da razones para
entenderse con el tiempo perdido. Aquí, con los menesteres perfilándose,
cogiendo forma mientras no les presto atención, la continuidad de las energías
no encuentra joven que las mantenga; antes bien, un terreno dónde ovillarse y
circular en vías inacabadas, removiendo el polvo, la tierra que esconde
secretos destinados para otro que o murió o nunca pisó ese lugar. Ser el único
no implica valor, importancia; es ser el único que puede perder el puesto, la
silla, los tiempos de servicio y los cafés antes de acabar jornada. Cuando se
elige a alguien de entendimiento, que no rezonga en minucias, ese puede cargar
el mundo y demostrarle que no eran tan pesado; solo era actitud, honra y
oportunismo. Aclárese que estas tres palabras salen del rencor de un ausente,
de un descansado sin planes de mañana, sin dónde fijar la vista; el cobarde que
logró agencia, la peca en la frente; un sinsentido que solo puede profetizarse
desgracias pronunciadas en el ocaso. Poder, competencia, codazos en el pómulo;
¿qué son estas palabras si solo se tienen dos pómulos y una carcajada para el
tirador entusiasmado? Escupir, sobarse, creer en lo venidero, en las
bienaventuranzas que ahora uno se promete por influencia, por tenerse de algún
cayado, de una rama que no quiebre con solo verla y sirva para resguardarse de
los tiros, de los tropezones, del insulto de un pudiente con ganas de alzarse
sobre sus mierdas para decir «Salud y progreso, bien y pleitesía». ¿Dónde
esconderse si han cerrado las pocas entradas a los pasajes, si los abuelos
murieron y dejaron la plaza en quiebra, si tan solo la vida es el fruto que se
corrompe alcanzando su sostén? Para reír con los amigos y hacerse atropellar al
rato, o pelearse con el primer mendigo y ganar por sumisión, y robarse las
bolsas para guardarse ahí como las monjas emparedadas: ¿qué dirían al
encajarles el último ladrillo? ¿Quién lo fijaría? Y dentro, a aguantar hasta
que las lombrices estallen, se sofoquen, mueran también, y queda la historia, y
si alguien le saca dinero, bien por él, igual se le caerán los huesos, pedirá
entre conocidos y luego a gente peor en las losas del comercio; todos a gritar
en el abismo, a pegarse contra sus paredes, a desconocerlas e imprecar a lo
alto, sabiendo que los curiosos son etnógrafos y no madres ni hijos, que ya
andan en otras escalas, partiéndose en dos, cortando las manzanas, comiendo sin
cuchillo el solomo redondo, defecándolo para la retaguardia, bendiciendo las
progenies y escarbando su propia madriguera, su retiro con nadie. Venderse,
comprar al que vende, utilizar lo comprado, dañarlo y venderlo, comprarle a
otro, no confiar en lo resbaladizo, pero las calles no las lavan si no las
ensucian, y las ensucian porque las lavan, y al pleito de esquina le montaron
entierro, las comadres se arrancaron mechas, a los mejores de los pueblos les prohíben
juntarse con la gallinaza, hacerse al frente del campo asediado. Vidrios con
caras, manos robándose la sangre del punzón, labios partidos hasta acaparar su
angustia, un tiro que interrumpe los negocios de dos mentirosos y lo facilita;
¿«extrañamiento» o simple escogencia de lo que hay? Que fuese robo, y todos
supieran, mas los ladrones tampoco saben, no se les permite comprender que se
han colado, que solo achatan los oídos mientras la patrulla arremete y, a las
horas, la cumbia se cuela, los gemidos se disculpan y renuevan, la dedicatoria
es para todos los pensados, el cine abre gratis. ¿A quién conmover, entonces,
si las piernas se ocultan, si el amorcito escribe coplas a un fulano? ¿Para qué
conmover, si ya se ha conquistado una insignificancia? Este es el siglo, o las
modernidades juntas, o un berrinche que da lata a los que lo oyen; y tiene su
gusto: entretiene, es golosina del ahorcado, la cena y la mujer patrocinada por
los arquitectos, las gerencias de la urbe, los levantadores de barro que
comparten apellido con sus esposas y heredan la repetición, el coro, a la
sangre, y por eso dicen ser músicos, crean disqueras, enrojecen los labios de
sus cantantes para robarles el brillo cuando los genes recesivos se abstengan
de la maratón, tiren la toalla con sus nombres y esta sea la alfombra de
bienvenida a los que, por tercos, inhumanos y sucios, les toque llevarse la
cinta, juntarla a su hembra de vellos que le suben al ombligo y le dan espesura
a la glorieta; llevársela a los ríos donde se bañen, y procreen, por tanto no
se bañan, los gorditos que se reirán de las iniciales en las toallas, de los
signos que tropezaron con una piedra exacta y no pudieron mandarla a remover
con maquinaria amarilla, exportada por un último ancestro que de todas formas,
y por mucho que se opusiese, también cayó.
El Pedregal, enero de 2025
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Aluna Jaba, Revista Virtual de Literatura y Artes de América Latina, Cuernavaca, México, año 2, núm. 1, primavera de 2025
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