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Mohammed Saber (EFE-EPA), 2025 |
Lo inmediato: caras borrosas
de hombres, ocho perceptibles y unas dos que dan el reverso, mirando a todo
lado, piel que anima el sol a la izquierda, facciones algodonosas, ni una
sonrisa. Y las ramas de un árbol sobreviviente a los cables de luz que conectan,
inservibles, los costados del horizonte: los edificios, masas negras, polvo con
cientos de ventanas que exhalan, algunas, humo negro, recién bombardeado. Los
postes erguidos son los abastecedores de la red eléctrica, quizá desconectada,
que pasa sobre los otros tantos miles de puntos negros escurridos entre coches
detenidos y montañitas de cascajos. Unas pocas sombrillas, rojas, amarillas y
moradas o azules, no se deciden entre venir a las caras del principio o ir al
fondo, al domo en esqueleto, redondez entre cuadrángulos justo al final, donde
puede verse un cielo ceniciento, otro polvo con miras a edificarse y a
destruirse. Que entre el cielo por allí, y vea, y juzgue y condene el tránsito
del caos, las vidas que aguantan el sitio. Ahí adentro, en mitad las
construcciones, el negro y el gris pregunta por el sol que no se arrima: ¿acaso
el ruido, los pasos de miles detenidos por el impacto?
¿Por
qué el oído que escucha la muerte de su pueblo tiende a cercenarse?
Al
interior de lo opaco, un niño descansa, después de una pila de basura, la
cabeza acostada contra un poste, ¿hastiado del monótono vecino, de las cajas
llenas y vaciadas, de los pasos hacia ningún destino, hacia la ruina que era
casa y ahora es intemperie? ¿De la circulación y en las grietas de los
complejos? Puede ver la tienda de carpa, el buzo color salmón, como el de la
muchacha que da la espalda, de chaqueta roja oscuro, que quedó con los ojos
cerrados; los jóvenes y las capuchas puestas, la placa del carro: tres, sesenta
y dos noventa y siete, cero dos; la cicla que llevan en manos, los transeúntes,
la calle arrastrada y sus pasos sobre mojado: el calor que todo lo expande se
resigna a medrar en las coyunturas. Hay anuncios, avisos con un personaje
dentro de un celular, una nubecita de mensaje y la forma del mundo; y letras
árabes. Alguien prende un cigarro entre un hombre que ve el recibo que despide
un datafono y otro con un celular pegado a la oreja. Y ni un ojo claro, ni una
pupila vidente, nada para rastrear la gota reflejada, el material improducible;
están opacos los rostros de tantas campanadas y misiles, del aire presionado,
la firma que los desintegra en el suelo que les dio lo que tienen y los reclama
suyos.
El Pedregal,
abril de 2025
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Entre Paréntesis, Santiago de Chile, núm. 124, abril de 2025
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