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delatripa, 2025 |
A eso de las cinco empezó todo: Í pasó, con ropa de
trabajo, por la casa de L diciéndole que sí, que el patrón iba a retirar y él
le traía lo del señor. Í fue hacia adentro y L, desde las escalas del
apartamento de la madre, se pasó a vivir hace una o dos semanas, le decía:
—¡Si quieres a las buenas, a las buenas hablamos, pero si
no ya sabe...!
Media hora después, Í, ya cambiado, volvió a silbar. El
hijo salió en bola, bajó las escalas y se despedía de la madre:
—¡Mami chao!
—¿Te vas a ir en cuero, idiota! —respondió L.
Í lo besaba, lo cargaba, mostrándolo a sus amistades, y
lo mecía; L bajó con ropa y zapatos, le dijo que si se lo iba a llevar era para
cuidarlo en serio y, poniéndole los pantalones, lo subió a la fuerza.
Quedaron en verse más tarde.
Las diez u once: ya había sacado a la perra, me hice de
comer, leí los salmos infinitos y me acosté a pasar revista a las emisoras del
teléfono, costumbre de hace poco: le cogí cariño porque la primera vez di con «Lo tuyo llegará» en Latina Estéreo, y fue como si me hablara y esas
cosas; desde entonces sigo buscando qué me trasnoche un poquito.
Y sentí una bulla entre un cumpleaños de costeños en una
plancha, es decir para todo el barrio. Salí de la cama, el frío me alborotó los
orines, y los veía levantando un pedazo de cortina, como la otra vez que los vi
arreglar en el patio del mecánico. Hablaban, eso sí, cada uno en su puesto, Í
en la cera y L en una plataforma de madera para moto: se daban piquitos y se
sonreían: unos novios, pensaría cualquier desprevenido, que no conocen a sus
suegros; Í conoce, además de la suegra, la representante en cuerpo y alma, las
uñas y los puños de L: sus cachetes y su cuello saben de aruñetazos que cubre
con maquillaje, adivinen de quién; cuando se hacen costra, los deja así y no se
quita los buzos.
L lo mandaba a arreglar con su madre; Í movía la botella
en la mano, daba vueltas, miraba para arriba como si L estuviera en el techo o
en la luna y se le fuera a tirar en caída libre.
Fue otra vez a la cañada, le silbó y le dijo:
—Ya voy a conseguir la plata, déjame le pregunto al señor
y te la traigo.
Antes le había cumplido con unas uñas postizas y un
esmalte.
La cosa quedo así. Me acosté y luego los gritos me
despertaron: L iba hacia afuera con el celular en la oreja y berreando con la
mano en el pecho:
—¡Mi hijo! ¡Devuélveme a mi hijo!
«¡La Llorona pedregaleña!», me reí.
Cambié de ventana, son dos, para verla irse por el recodo
con una mona gordita y me pregunté cómo había hecho Í para llevarse el hijo
sabiendo que no sube sino cuando está de buenas con la suegra. O L se lo
entregó o quién sabe. El caso es que L fue a llorar a la madre de Í, que vive
más arriba por la calle principal, metida en un callejón, y hasta ahí supe del
asunto.
Pensé en la cama dónde estaría la madre de ella, bien
peleona que sí es.
A la mañana, las nueve y algo, los costeños ya dormían en
sus respectivos apartamentos y la humedad de la noche subía por las baldosas,
la mamá de Í, en pijama, fue a gritarle a L que el niño amaba al padre, que
ella no lo quería y no se lo iban a dar. No respondió. Pudo haberle dicho que
la ley esto y lo otro, pero nada. Salí a comprar arepas en la tienda del
caserío, por donde ellos se supone que viven, y en esas subía Í con un celador
que le dio órdenes a una muchacha de no hablarle a la que venía, que por ahi
viene; esta meneó la cabeza y cerró todo. En efecto, ahi venía L: la misma
ropa, el cabello despolvoreado y los ojos negros y abiertos y pálida:
—Hola —me saludó por el nombre, y siguió.
La mona iba detrás.
Es curiosa la gente que amanecía su domingo como
cualquier otro, bañados o sin bañarse, prendiendo las lavadoras, matando huevos
mientras ellos decidían quién se lo llevaba.
Repasaba su imagen mientras nos distanciábamos: ¿a quién
más le dirá el celador que no le hable? Volviendo a mi casa, el niño me saludó
desde la última ventana del apartamento de la abuela. Lo vi, le dije hola
sonriéndole y seguí derecho.
Las cosas no han llegado a la conclusión ni yo me
atreveré a adelantarla porque tengo otras diligencias. La madre de L nada que
aparece e Í no ha vuelto a silbarle. Ahora un venezolano amigo se plantó al
frente de la casa de L y ante los ruidos del niño llamando la atención, dijo:
—¡Mamahuevo! ¿Quiere que lo secuestre el papá?
Y le recomendó a L que no saliera cuando él estuviese bebido
y loco; esta lo invitó a subir con su mujer, «La Tóxica»,
mientras esperaban un mandado que venía de la segunda quebrada.
El
Pedregal, abril 6 de 2025
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delatripa, «Libertad a las infancias», Matamoros, México, año 13, núm. 90, abril de 2025
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