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Alejandro Zapata Espinosa, 2024 |
Es rastrojo y no matorral.
Si se aparece una serpiente no la mato; me da miedo y la
dejo que siga. ¿Para qué cortarle la cabeza si al guardármela en el bolsillo me
va a morder de todos modos?
Y la cola, en una rama, ¿no va a ser el apoyo de un
primerizo en lides resbaladizas y botas grandes?
Olor a guayabas, sin haberlas, y frío en la punta de la
nariz que gotea sal: venir a purificarme con entre lo tomado y las sendas
empantanadas. Mi monasterio benedictino, mi rezo hecho de manotazos y caídas;
sube y tendrás el claro esperando que salga el sol y aplaque el humo de la
ladrillera.
Chamizos, palos de café musgosos, troncos macheteados: el
que abre no mira para atrás, así sea para reírse del paso resbaloso o del
encarte con el tarro.
De la manga floreciente, donde muy metido el viejo revisa
sus eras aguadas, reconozco lo claro; pero al alcance tengo la rama quebradiza,
el correr de tierra, el mango del machete tocándome como pidiendo entrar a mi
costado, dulce y pertinaz, a decir, a devolverme a Gramcko en una entrada sin
fondo: «Una cosa he sabido desde hace mucho tiempo: que no hay un paliativo en
el sollozo, que nadie florece tras las lágrimas».
¿Acaso he llorado para que me insinuase el reguero por
las canciones?
Subo porque no hay nada para hacer, porque aún con ella
tendría que resbalarme y olerle a las matas su frescor mañanero.
Y el trago pasado fue para limpiar el estómago, y la
resaca para continuar o detener el codo, y el monte para probarme a los
veintidós, que dentro de un año seré otro con más cargos de conciencia y menos
dientes por escapularios. Que me hubiera dicho allá, junto al de la espalda
doblada, tal vez miraría al sol, un segundo, y suspiraría; mas en esta oscurana
soy de la humedad que traspasa la bota, del goteo de la nariz regando mis
pasos, dejándole un caminito al perseguidor que, apenas llueva, no tendrá de
otra que montarse a una quebradita y reanudar búsqueda en el puente donde los
troncos hacen muro, obstáculo para la corriente.
Allá debe estar la quebrada, no metida en las dos narinas
sino a un lado, encima, como si fuera imposible y nunca en la historia hubiera
pasado entre las arañas de túnel, como si no se las lambiera ayer que se creció
y armó desastres, como si su cuerpo fuera esa menuda carga líquida a un rincón
del puente, por cuyo lado regresa a la quebrada y sigue hasta el río.
Lo que puedo ver del daño son las brechas de tierra que,
con otro lapo de agua, va a ser derrumbe.
Písola, y me siento como el hacedor del volcán: mi pisada
tiene fuerza, toca el punto débil del monte, lo descascara y se ejercita
imponiéndose, saltando las brechas y creyéndose agente de los deslizamientos de
un retazo de tierra. Con este poder, ¿debo preocuparme de otro amor malgastado?
Fuera poco, muy poco y triste, y sumado a ello un idiota.
Uno mayúsculo, así no le guste la expresión al acostado
por lo mismo.
Le gustará oír que los gallineros y sus habitantes
quedaron enterrados, que piensan levantar un nuevo tanque en la cresta de la
montaña y que «Lo que está desgarrado concibe reciedumbre como un soberbio y
nuevo encantamiento. Si quieres percibir lo inaudito, golpea la cabeza contra el
muro. La cabeza golpeada se erguirá y te parecerá legendaria. Tan esencial será
su fuerza». Darle a entender al cuerpo, a golpes, lo mucho que se es odiado,
las causas de la dejada, el por qué somos unos ñervos mandados a recoger,
migajas suplantadas y dicientes, pedazos de escombro tirado en carretera
pública.
Pero duro, maltratar la propia carne, devolver el
maltrato a los huesos que nos sostienen, romperse todo para luego salir a darle
sol a las heridas.
En este rastrojo se aligerarían y podrían despegarse como
una capa más, una adherencia que puede llevarse la aparecida con cabello
acondicionado que tiene otro o hace de uno el otro por el que no gastaría ni
una escupa.
Adelante va el sabedor, y yo, indeciso por dar el paso o
detenerme, saco la lengua y la muerdo, me clavo las uñas en la cara, me doy un
golpe y rasco mi cabeza contra el palo que, me parece, le sacó unos granos
irreversibles a la tía duenda. Podía durar rastrillando lo que es mío,
dañándolo para que a la hora del trabajo arriba, con las cruces, no me quede de
otra que hacer de bulto y ocupar la zanja que recibe los chorros.
«Yo soy una caspa», repito la frase que diré una vez me
encuentre en la ciudad donde no se ven pantaneros, y el otro me escucha, me ve
entre los palos, se escupe los dedos y se los restriega.
Hay que subir.
Ya estamos en camino.
Por mucho que reniegue, arriba está el claro donde
podremos descansar las patas y hacernos a la idea de cómo despedirnos sin
honores.
El
Pedregal, abril de 2025
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delatripa, «Magia y naturaleza», Matamoros, México: Catarsis Literaria, año 13, núm. 91, mayo de 2025
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