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La Mort et le Bucheron, Jean-François Millet, 1859 |
«De mi retorno / sólo sabrán los frutos y los huesos»,
una foto guardada, desleídas las voces que tomábamos, quien creímos en instante
cuando no era siquiera minuto de convicciones. Pasarán el gentilicio y los
conciudadanos, la toma de posesión de una hormiga, y el que estuvo allí y
presenció cuán pocas viviendas se albergaban, como todas, será entonado en una
sigla y en continuo misterio. Daremos al cielo mohíno la razón para chocarse, a
los guamos y a las pencas intereses que desquitan su remedio. Sopla: los mares
se estremecen y tú no estás allí para verlos; haces parte del orificio en el
que terminan los pies callosos, las políticas en clave de religiones y el busto
cuarteado en su entrega.
***
Cerrar la muerte con silencio, despedir a Joro con la
canción repetida, viéndola de frente, pensando en cómo se asemejan las
modulaciones con el de la mujer hace poco escuchada, igualita en los dientes,
en la mirada baja que echa vistazos en un segundo, en el cuerpo entero recogido
y vidente. La honraron en la ceremonia, la hermana recibió el título y habló
por ella, miró hasta el fondo del auditorio, escuchó el latir de la gente que
pronunciaba su nombre, los que lloraban por no tenerla entre ellos. Fue además
otra: una compañera de Psicología. El padre supo que no estábamos completos; yo
volví a saberme entre la gente, dando bandazos mientras llega el turno.
«Aquí pudo haber estado Joro, acomodándose el birrete,
subiéndose la toga, mirándose las pestañas o en fin, preparándose para darle la
mano a la decana y a la secretaria, siendo aplaudida por un reconocimiento o
pasando de largo, como tantos otros, y llenando el álbum con sus queridos. Pudo
estar donde nos encontramos los de siempre, la mayoría que nada pronuncia, los
que terminaron su día como abonándolo al venidero, estos que se apagan después
de la urgencia».
***
«Agradecí no ser el que estaba en el ataúd con los ojos
cerrados y dos algodones tétricos en las narices»: la muerte como
autorreferencia. Soy quien puede subirse al pico y tocar el material del santo;
es posible olisquear el viento y darle una moneda al tarrito en la calle;
inmiscuirse en las oleadas de menesterosos, en los carros de frutas y comprarse
un banano para tirar la cáscara en el primer cuadro de tierra que se atraviese;
menguar la marcha por un maniquí andante, por un extraño en conversación con un
vidrio; pasarle la mano a la cabeza pequeñita para no estrellarla. Tengo acceso
a Támesis, al desmayo, a la postergación de los planes; a la escucha del
bisbiseo y a los retornos en contravía; al café y al pollo dañino; a jurarle
amor con besos; a la muchedumbre, al griterío, al cuello lijado por la madera,
al fogón prendiéndose, al chorro cayendo sin miseria en la cara, lavando el
cuerpo que sigue entonando pasos y revolviéndose en la mixtura.
El
Pedregal, abril de 2025
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La Tinta, «El duelo, un proceso de transformación y resiliencia», Tecámac de Felipe Villanueva, México: La Tinta Ediciones, núm. 42, marzo-abril de 2025
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