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Paula Camila O. Lema |
Estaba listo, despidiéndose de la ciudad que ardía a humo
de trancón y pantorrillas rasgadas. Fin del verse apurado en medio de un
parque, bajo la puerta de un cine, entre roces bruscos y filos de cemento. Su
alocución, los chasquidos de lengua, las pausas para verse en los otros,
longevo hasta el menos joven, compartiendo, desviándose conforme se los indique
la farsa asumida, lentos porque pueden, dichosos de que sea temprano y no lo
intuyan. Las amistades, a su derecha, coronando de ají las empanadas,
pasándolas con trago, compartiendo el logro, la lectura que los esperaría,
tarde, siempre volviendo a la dedicatoria, a la premonición que evadieron
desentendidos. Y los otros, el común, la bazofia, consultando “caco” en el
primer diccionario que les aparezca, planeando ya dónde perderse apenas termine
la charla. Eran, si no intrusos, exponentes, provocaciones al cuero decaído, a
las enfermedades luctuosas. Exhibían que éramos muchos lo que permaneceríamos,
de que “su anécdota de fracaso y luto solo sirvió para alimentar la vida e
impulsarla”, no importa que al vacío, a los bares o al asiento trasero de un
coche; vida, peregrinación, franjas rebosadas, lotes venenosos, botellas en la
barriga incipiente. Lo velábamos, desde entonces, se podría decir, pero él
anfitriona su despedida, como en todas las funerarias y en todos los casos
fallidos, las determinaciones ominosas, el paro en seco, la frialdad. Con la
lengua se humectaba la línea de los labios, se pasaba el canto de la mano por
la chiva rala, miraba al otro, al menos viejo, al desvalido interpretar,
balancease entre soliloquios e introducciones a lecturas, imponiéndose porque
seguía, con la antorcha, en el potrero, en la edificación, palabreando a las
malas. Por ello una dijo: “Como tiene el micrófono...” Se agarraba de él como
de un corazón infartado, deteniéndolo de una vez por todas, sofocándolo para
que no sufra, no escuche que le rezan, que le han tirado para robárselo y
prenderlo en la avenida con la inscripción a fuego: “Muerto como su señoría”,
para condenación de la noche. Ni un niño; las panzas, astrosas, encogidas para
reducir el complejo, malgastadas en sesiones de bebida y ayuno, sin con qué
apaciguarse al llegar a casa, al rito de cortinas y dientes sensibles. Teníamos
por derecho el ocaso, antes visto, y la comparsa amiga prolongándose, ya
anunciadoras del ron, las peleas veladas, el compañero y el descarte. Y el
hombre, el ya ido en su silla, recto, sudando polvo bajo los sacos, sin mover
las piernas, le fallan, y atento a quien pregunta, al insolente que pidió el
micrófono y se paró y no fue conciso. Todos en espera del que amortiguaba los
ojos y los abría para entenderse, del viejo Rodrigo.
El
Pedregal, mayo 28 de 2025
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Microliteratura, «Muerte», México, junio de 2025
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